PRENSA - EL ASESINO DEL SUEÑO
Martín Wullich
EL ASESINO DEL SUEÑO, máquina de humo Macbeth 2015. La teatralidad es una puerta que deja ver lo abyecto
por NATALIA MEJÍA
07/08/2015

Hay un riesgo mortal en la avaricia, se exterioriza muy bien en esta obra. Macbeth es un humano como cualquiera. Le es fácil hallar motivos para tentarse. La carne se pudre, el albedrío es libre, la naturaleza es así.

La compenetración del elenco –18 personajes en total– y el efecto depurador del texto de Shakespeare, publicado por primera vez en 1623, representado con fidelidad en la puesta que dirige Facundo Ramírez, facilita la sensación de ir al pasado y ver las limitaciones humanas en esa especie de vitrina, expuestas como rasgos inherentes a nuestra condición, por lo tanto inevitables.

En 2015 es inútil justificar la megalomanía por una debilidad de carácter. Las circunstancias que cegaron a Macbeth –la predicción de las brujas, hijas de Hécate– y su incapacidad para templar el juicio, no son vigentes ahora. El destino no es más una nube sujeta a visiones azarosas, no depende de la influencia de seres metafísicos, ni es lo que ya está escrito y se padece porque no se puede elegir.

La palabra ambición procede del latín ambitio, que significa rodeo o merodeo, y del verbo ambire: ir alrededor, compuesto del prefijo amb (por uno y otro lado) y la acción ire (ir). También se derivan las palabras ámbito y ambiente. Ámbito: espacio comprendido dentro de límites determinados. Ambiente: Que rodea. Aire o atmósfera. Circunstancias de un lugar, de una reunión o de una época. La raíz común puede explicar por qué la lateralidad se transforma en esquizofrenia cuando los actos se dirigen en contra de las leyes naturales.

A Macbeth lo hostiga el fantasma de su pariente degollado. Encuentra en el delirio la voz del desvelo. Lady Macbeth, cómplice, en notable actuación de Antonia de Michelis, insiste para que se reoriente, pero el motor que lo impulsa ya se ha pervertido. El fin no es humano. Empuña y mata. Su tiranía no distingue límites, ni prevé la condena que abona.

No hace falta religión ni moral para captar los eslabones abisales sobre los que pisa un asesino. El teatro, en este caso, es un gran simulador. Reproduce algo que a los espectadores les es fácil identificar. La muerte de Macduff, papel a cargo de un destacadísimo Luciano Linardi, sella el asombro con la conformidad: los humanos traicionan, bien sea porque lo visionan las brujas, o porque así es su naturaleza.

El asesino del sueño es potente, y estética. La puesta en escena está cuidada. Aun con demasiada densidad y humo. En simultáneo, las realidades política, militar y ética a las que alude, agotan. Llamativos son los bultos con forma de cadáveres colgados de las vigas del techo. Allí está, en suspensión, la sangre; y el hálito espectral reina en la sala desde el comienzo.

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